Cuando los presidentes Vladimir Putin y George Bush
se encuentren a finales de febrero en Bratislava van
a debatir, seguramente, entre otros temas el de la conducta
de sus países en el espacio postsoviético.
El choque de los intereses de Moscú y Washington
durante las recientes elecciones presidenciales en Ucrania
ha vuelto a mostrar que este problema destaca por su
actualidad y gravedad entre la agenda rutinaria de las
relaciones ruso-estadounidenses. Las nociones de las
partes de los procesos que se desarrollan en dicho espacio
divergen mucho entre sí.
En la interpretación estadounidense, Rusia no
acaba de curarse del nostálgico recuerdo del
imperio soviético finado y sigue pretendiendo
- infundadamente - a ocupar posiciones dominantes en
su espacio. Según la parte rusa, EEUU se entromete
de modo impertinente en la zona de los intereses económicos
e históricos reales de Rusia, intentando insertar
Georgia, Ucrania y más tarde probablemente otras
ex repúblicas soviéticas en el modelo
de un mundo con EEUU en el centro.
La Administración USA respaldó las revoluciones
de Tbilisi y Kiev como victoria de la democracia sobre
unos regímenes obsoletos y corruptos. A Rusia
le parece, a su vez, que dichas revoluciones tienen
muchos trazos de golpes anticonstitucionales.
Las divergencias entre Moscú y Washington en
la valoración de lo que sucede en el espacio
postsoviético probablemente no provocarían
la creciente tensión en sus relaciones si no
fuera por la exportación del poderío militar
norteamericano a la región.
EEUU ha colocado sus bases militares en las ex repúblicas
asiáticas de la URSS y sigue asignando decenas
de millones de dólares para prestar ayuda militar
a Georgia. La OTAN por su parte atrae enérgicamente
a las repúblicas de Asia Central y Transcaucasia
a su programa "Partenariado en Aras de la Paz".
La parte estadounidense explica ese desplazamiento de
su presencia militar hacia el "bajo vientre"
meridional de Rusia por la modificación del carácter
de las amenazas foráneas, en primer lugar, por
la amenaza número uno: el terrorismo internacional,
cuyos centros y campos de entrenamiento se ubican fundamentalmente
en la región asiática. Pero en Moscú
se inclinan a interpretarlo más ampliamente,
en el contexto de la extensión general de la
OTAN, viendo una lógica vinculación entre
los elementos a primera vista no relacionados uno con
otro: la construcción de un potente radar de
la OTAN en Estonia, los intentos de la diplomacia estadounidense
de atraer a Finlandia a la Alianza Atlántica
y, por último, el surgimiento de una red de bases
militares de EEUU en el espacio postsoviético.
Aunque Rusia ha optado por cooperar con la OTAN y está
dispuesta a hacerlo a un nivel más alto, las
cicatrices psicológicas que dejó la guerra
fría se dejan sentir. Seguimos convencidos de
que la ampliación geográfica de la OTAN
no tiene fundamento bien argumentado, manifestó
el presidente Putin en una reciente reunión del
Consejo de Seguridad.
Esos recelos provocaron hace poco acalorados debates
en los círculos políticos de Rusia sobre
el tema de cómo evitar un choque aún más
fuerte de intereses de Rusia y EEUU en el espacio en
cuestión. De punta de partida sirvió el
informe "Relaciones ruso-estadounidenses. Cómo
alcanzar mayores logros", preparado por expertos
del moscovita Centro Carnegie y la Fundación
"Política" de Rusia.
Los redactores del informe no ocultan que los puntos
de contacto entre ambos países no son muy numerosos
en ese tema. En primer lugar, los dos reconocen la necesidad
de hacer frente ante el terrorismo internacional. Tanto
Rusia como EEUU no están interesados en la expansión
de la ideología del radicalismo islámico
a la región de la CEI. También parece
prometedor el plan de elaborar un enfoque común
de cómo se debe impedir el narcotráfico
afgano vía Asia Central hacia Rusia y Europa.
En lo demás los autores del informe dan a entender:
las posibilidades de Moscú y Washington para
cooperar en el espacio de la ex URSS son bastante limitadas.
Además, los países de la región
temen que tal cooperación redunde en repartición
de esferas de influencia. Por esta razón sería
imposible e ilusoria una "componenda estratégica"
con respecto a Ucrania, advierten los redactores del
documento, señalando que son los propios ucranios
quienes deben decidir el futuro de su país.
Nadie intenta - ni puede - impedirle a EEUU participar
en el fortalecimiento de la seguridad en la región,
en el desarrollo de la democracia en ésta y la
integración de las economías de sus países
en la economía global. Dejen de decirme que,
a excepción de Rusia, nadie puede actuar en el
espacio postsoviético, subrayó en más
de una ocasión Putin en sus recientes reuniones
con diplomáticos y políticos rusos. El
presidente ha exhortado a hacer competitiva a Rusia
en esta región geopolítica, admitiendo
de este modo que la cooperación entre Rusia y
EEUU puede coexistir con una fuerte rivalidad.
Mas son dos cosas distintas la rivalidad y los intentos
de neutralizar la influencia de Rusia en los países
que durante siglos vivían unidos a ella en lo
cultural y lo económico, en cuyos territorios
actualmente residen más de 25 millones de rusos.
Pero es eso lo que pretende conseguir hoy día
un grupo influyente de neoconservadores estadounidenses,
que intenta cambiar la política de la Administración
de EEUU en el vector ruso. Al intervenir estos días
en el Consejo de Cooperación Económica
Ruso-Estadounidense, el titular de Exteriores de Rusia,
Serguey Lavrov, ha señalado que en las relaciones
Rusia - EEUU se tiene que ver con reincidencias del
pasado e intentos de "jugar partiendo del cero",
concretando que tenía en cuenta ciertos aspectos
de la actividad de EEUU en el espacio postsoviético:
por ejemplo, la aplicación de la política
de doble rasero al proceso electoral, cuando la correspondencia
de los resultados de unas elecciones a los principios
de democracia y transparencia se determina partiendo
de la conveniencia política. No podía
ser más clara la alusión a Ucrania.
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